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martes, 19 de julio de 2011

el arte de mentir - t. abraham

La mentira es mucho más interesante que la verdad. Las ventajas que tiene la mentira sobre la verdad provienen de su incesante creatividad. Las verdades son a menudo grises y monótonas. Cuando no son espantosas.

Se dice la verdad de una sola manera. Pero se miente de muchas. Seleccionaremos tres modos de operar con la mentira: el que se refiere a quien engaña a los otros; quien se engaña a sí mismo; y el que miente sin engañar a nadie. Le daremos un nombre a cada uno. El primero es un estafador y el segundo un ignorante. Pero es el tercer modo el que suscita nuestra atención: el que miente sin engañar a nadie. Si el primero es un clásico, ya que corresponde al paradigma del que manipula al otro –una forma de dominación–, y el segundo deriva de una vertiente socrática del sujeto que pretende saber lo que precisamente no sabe –el fracaso del conócete a ti mismo–, ¿el tercero a qué tipo de personalidad pertenece? Es un bromista. Nos miente, sabemos que miente, él sabe que nosotros sabemos que nos miente, nos sigue mintiendo, y nosotros le pedimos que no deje de mentir. Mientras que en el primer caso la mentira es la obra de uno que se aprovecha de otro que oficia de convidado de piedra y en el segundo, es el acto realizado por el que no sabe nada sobre sí mismo –otra labor solitaria–, quien miente sin engañar a nadie requiere de la participación del prójimo. Se necesita de un bromista y de un festejante. De ser más concretos, diríamos de un payaso y de un público espectador.

Por eso, el tercer caso nos remite al teatro, a la actuación, y al trabajo actoral. La escena del drama y de la comedia es el espacio en el que un individuo se muestra como si fuera otro para alguien que hace como si le creyera. Digo esto porque el juego político nacional se ha poblado de estos actores que mienten sin engañar a nadie. Y no me refiero a ciertos políticos sino a un número importante de periodistas y encuestadores. Para llegar a esta fase de engaño recíproco libremente consentido, el circo nacional ha levantado sus tiendas de a poco y con prolijidad. El método ha sido claro y distinto. En un principio fue la sospecha. Nuestro país se ha convertido en el país de la sospecha. La desconfianza generalizada puede llegar a ser considerada como un estimulante para el pensamiento. Nos obliga a calibrar las mil y una posibilidades de que nos estén metiendo el perro. Limita nuestra credulidad y atiza nuestra imaginación. Gracias a este estado de permanente alerta, podemos llegar a ser una comunidad en la que todos sus miembros se miran de reojo.

Después del anuncio de que la política se ha hecho presente en la mesa de los argentinos –como lo celebran los académicos en las escuelas terciarias para adultos que insisten en llamarse universidades–, nos han informado que no existe la neutralidad informativa, que la objetividad es una simulación revestida de honestismo, que en la vida hay una traza que divide zonas con trincheras, que el conflicto es sano, y que es de primera importancia saber quién pone la plata. Por lo tanto, las personas que participan del armado de lo que se denomina opinión pública son declaradas mercenarios que trabajan para diferentes patrones. Unos trabajan para TN; otros, para la TV Pública. Unos manipulan el Indec para satisfacción del Gobierno, otros lo hacen para alegría de clientes de las consultoras privadas. Unos dicen que Macri gana por equis puntos y otros, que con Filmus para el ballottage no hay más diferencia que un solo punto. Y todos estamos de acuerdo en que los diarios mienten, que las consultoras mienten y que los encuestadores mienten. Todos mienten porque les pagan, y nosotros sabemos que mienten y les pedimos que nunca dejen de mentir, ya que por eso les pagamos con el abono al cable, el diario y los impuestos. La elección de nuestra mentira preferida depende de la militancia a la que adscribamos. El sentido común refuerza esta evidencia al hacernos conscientes de que la campaña política es continua, que nunca hay que distraerse porque el enemigo está al acecho y aprovecha los espacios libres, que los números y las palabras tienen que estar al servicio de la causa.

Esta operación de estafa consensuada con beneplácito unánime se condensa en la sentencia siguiente: toda verdad reside en un poder. La verdad del poder en lugar del poder de la verdad. Los aficionados a la filosofía disfrutan de esta afirmación que remitiría a filósofos de vanguardia como pueden serlo Nietzsche y Foucault, y con figuras de tal envergadura la legitimidad revulsiva y demistificadora estaría asegurada. El problema es que hemos confundido los términos. No se trata de la verdad sino de la mentira. Es la mentira del poder. Es propio de los despotismos funcionar sobre la base de dos cimientos: la mentira y el secreto. En los pasillos del poder y en los rincones de las salas palaciegas, lo que allí se trama no sale del recinto y el acceso está reservado a un círculo íntimo. No se sabe qué decidirá la Presidenta. Se prolonga el suspenso. A quién elegirá. Con quién se quedará. Qué pensará. Misterio. Los formadores de opinión se encargan de hacer del secreto trascendidos alternativamente ratificados o rectificados; crean expectativas, parasitan la ansiedad y, luego, sencillamente, mienten. Algunos lo llaman pensamiento estratégico; otros, operaciones políticas; muchos, defender el modelo, ser parte del relato, tener una vida militante, etc.

Tampoco se trata en este caso del síntoma descripto por los psicólogos de años atrás con el nombre de viveza criolla. Ese rasgo tan nuestro es propio del nativo que se defiende ante la irrupción del inmigrante por un desprecio que siente que le tiene el gringo. Para vengarse desde su debilidad, lo carga, le hace cachadas, lo sobra. Pero de lo que aquí hablamos no es de un ser débil que hace uso de sus mecanismos de defensa, sino de la mentira del poderoso puesta en sintaxis por su corte narrativa y aritmética.

Erigimos así una nueva Babel en la que no sólo las lenguas se confunden sino los valores, de un modo que espantaría al mismo Discepolín, para no hablar de moralistas siempre dispuestos a dar su sermón dominical ya sea en púlpitos o editoriales. De todos modos, no hay que exagerar ni temerle al fantasma nihilista, porque los mentados valores no sólo no se han esfumado sino que los vemos elevarse por obra y gracia del poder que miente. Se llaman justicia y memoria. Entre ambas, la majestad de la verdad. Las antiguas divinidades griegas: Mnemosyne y Diké, que garantizaban la vigencia de Alétheia, están en el frontispicio de los despachos políticos y de las casas de la cultura. Que memoria y justicia protejan la verdad en un territorio en el que el intercambio de mentiras es una práctica cotidiana, compartida por muchos y administrada por el poder, nos da una idea del ágora nacional y popular.

La paradoja del cretense Epiménides enunciaba que todos los cretenses eran unos mentirosos. Con lo que la afirmación se anulaba a sí misma. Los argentinos resolvieron el problema a partir del espíritu de sospecha, la certeza de que todos engañan y que hay una verdad y una justicia por las que vale la pena mentir.

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